domingo, 14 de septiembre de 2014

LA COMPRENSIÓN DE LOS TEMAS SOCIALES NO SE LIMITA A LOS LIBROS

     Académicos hay bastantes.  Sociólogos hay muchos.  Amantes de los temas sociales sin ser sociólogo, como nosotros, quién sabe. Lo cierto es que hay muchísimos libros para aprender, pero quien desea verdaderamente enterarse tiene, forzosamente, que salir a la calle, convivir con la gente, observar los comportamientos, atarlos a lo que ha leído, analizarlos y, finalmente, atreverse a interpretarlos en un proceso mental no del todo descriptible.

     Todo lo anterior, en el ámbito del político, viene a fortalecer su comprensión de la complejidad de la ciudadanía, pues aunque somos millones de ciudadanos (y de electores), y formamos corrientes o tendencias, cada uno conforma un mundo distinto, una individualidad que, en el respeto que se merece, debemos tratar de comprender al máximo.

     Es desde ese orden de ideas que, de un tiempo a acá, nos hemos sumergido en diversos "mundos" donde esa ciudadanía se desenvuelve, dándonos cuenta de esa complejidad de la que escribimos, de cómo inciden los barrios (hasta con su diseño arquitectónico y su iluminación), los horarios de observación, los niveles de pobreza y de educación, la drogadicción y su incidencia en la tranquilidad o violencia, dependiendo de quién mande en el sector donde se distribuye, etc.

     No es lo mismo, por ejemplo, observar de día la febril actividad de compradores que buscan los comercios informales de la 18 calle, en el límite sur del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala, que a las 9 de la noche en que la actividad continúa, pero a cargo de familias enteras de comerciantes cargando, empacando, acarreando y guardando su mercadería, denotando que este es un pueblo de gente que se faja trabajando.

     Observar el cambio que, desde el punto de vista social, se ha dado en lo que denominan el proceso de rescate de ese Centro Histórico, ha sido fascinante, con la peatonalización de la 6ta. Avenida y el privilegio que se le da a la gente de a pie, el resurgimiento de edificios abandonados para convertirse en el Centro Comercial más grande y más democrático de la capital, con la inversión que se le hizo en iluminación y en cámaras, para mejorar su seguridad que continúa dando esporádicos problemas pero ha mejorado, y con el florecimiento de una vida nocturna distinta a la que antes se encontraba, más bohemia y de clase media que también necesita sus espacios y los beneficios del ocio y del esparcimiento.

     Ver a una señora envuelta en su corte tradicional, de noche, empujando su carreta con ruedas de cojinetes y su niño envuelto en la espalda porque lleva al cuarto que alquila las cosas con las que anduvo vendiendo desde la mañana, es ayudar a comprender a esa inmensa mayoría de madres solteras que tienen que sobrevivir y proveer todos los días.  Es más, nos atreveríamos a decir que más del 90 por ciento de las mujeres que hemos conocido bajo tales circunstancias son de este tipo, de las que en algún momento se quedaron solas con sus hijos y los sacaron o los están sacando adelante con uñas y dientes, lo cual nos inspira un gran respeto.

     Peleas repentinas también hemos podido observar.  Es la imagen de una sociedad viva y real, no idílica, en donde afloran el racismo, los insultos, las loqueras provocadas por drogas pesadas, el machismo y otras cuestiones propias del ser humano; en donde las cosas, afortunadamente, no han pasado de moretones y mentadas de madre.

     Rateritos que atrapan a algún trasnochado y solitario funcionario en día de pago, con sus copitas de más, también hemos podido ver. Actúan en cuadrilla y, a veces, hasta en bicicleta, y en la "profesión" no hay distinción de género ni empacho en salir a asaltar con una barriga de unos 7 meses de embarazo.

     Pero las cuestiones culturales que se transmiten de esas madres solteras a los hijos, también nos han llamado la atención, pues mientras hay unas que velan por que sus retoños estudien, hay otras que les consiguen que vayan aprendiendo un oficio como ayudantes de algún taller o industria, también hay otras, como una vendedora de tamalitos de chipilín que anda con su niño a la par, pidiendo limosna, y cuando se le aconseja que mejor le enseñe a trabajar, como élla misma lo hace cargando todos los bultos, se enoja con nosotros y nos deja de ofrecer su mercadería en actitud hostil.

     Mujeres tomando licor desde horas de la mañana con sus niños jugando entre las patas de las mesas, hemos encontrado ya en horas en que se va el sol, sin que paisanos, dueños de los locales o autoridades, digan nada.  ¡Razón habrá para que esos niños, de adultos, vean como algo natural tomar alcohol hasta embrutecerse!

     Pero también hemos disfrutado del repertorio musical que un paisano lleva en su teléfono, oferta mucho mayor que la del aparato mismo del negocio.  ¡Ah, cambios sociales que provoca la tecnología!  Y en medio de ese ambiente hay que reconocer que la gente de menores recursos económicos que uno conoce en esos lugares es más proclive a invitar a tomar algo a un extraño como nosotros que en un lugar de gente pudiente en nuestro país, pues las barreras de la comunicación con la gente sencilla son, a la vez, más sencillas.

     Sentarse a tomar una cerveza, solo, en una mesita donde se tenga acceso a ver la calle, es sorprendente, pues podremos observar taxis en donde dudosamente cabríamos, o trabajadores trasnochados, bajo la luz del farol, cortando alguna pieza de metal con un esmeril en la banqueta; o del jueves al domingo constatar que los pequeños negocios compiten en decibeles, con sus bocinas apuntando a esa calle, sin que nadie gane, pero perdiendo todos.

     Todo buen observador y todo político que desea tener un mensaje que llegue a la gente tiene que convivir, alguna vez, con esa gente, la que tiene las manos encallecidas de trabajar honradamente o llenas de grasa porque pasaron horas tratando de arreglar algún motor, o conocer las penurias económicas de aquel muchacho que tiene casi un año metiendo papeles con su hoja de vida en cuanta empresa encuentra, sin hallar trabajo.

     La gente con gabacha que uno ve a la par de un hombre sin una pierna, con muletas, o alguien a quien le falta un ojo o le quedó inútil una mano, que se mezclan con funcionarios que no tienen empacho en ponerse a libar con sus chalecos puestos del Ministerio de Salud o del Ministerio Público, guareciéndose de la lluvia entre sombrillas que publicitan alguna marca de cerveza pero acuñadas, para que estén en pie, entre cajas de envases vacíos de cervezas de la competencia, son partes del paisaje que nadie advierte, pues se da por sentado.

     Llama nuestra atención, por su puntualidad, el caso de una señora que vende tostadas y panes utilizando, para ello, una carretilla de supermercado.  Cuenta que su recorrido dura varias horas al día, y hasta comparte a dónde se va a ir a pasar vacaciones, unas vacaciones que cuestan algunos centavos y que, en nuestra mente, afirmamos que tiene bien merecidas después de llevar viento, sol, polvo y lluvia durante meses ininterrumpidos, con disciplina no menos férrea por ser autoimpuesta.  ¡Ésa es nuestra gente esforzada y trabajadora, que no necesita jefe ni capataz para producir!

     No faltan los tapiceros trabajando en las aceras, ni las ventas de muebles de madera ni todo el mundo ocupando las banquetas pero haciendo algo, como no sean las señoras que no se saben estacionar y que están por todos lados (¡qué le vamos a hacer!); ni faltan las motocicletas con familias enteras o repartiendo tambos de agua y cilindros de gas, pues las pizzas y las órdenes de comida rápida parecen ser privilegios de barrios más adinerados.  Sin embargo, son banquetas generalmente limpias, como no sean las del Centro los fines de semana, pues son utilizadas para recibir de todo tipo de excreciones corporales: parte falta de educación de la ciudadanía, parte que no hay baños más que en los negocios establecidos.

     En los barrios populares uno encuentra, en cada casa, un taller, una bodega o un negocio, ya sea parqueo, ya sea un cuarto de alquiler o algo que, aunque sea en la informalidad, en algo le aporta a la economía del país sin que abulte el índice de crecimiento del Producto Interno Bruto, PIB, y todo esto no es más que un reflejo de lo que somos: un país, precisamente, en donde la palabra haraganería no existe, en donde quien no tiene oportunidades, en los centros urbanos, se las busca aunque le cueste encontrarlas o no lleguen inmediatamente.  No se deja de cejar e insistir, no se para y se busca siempre una alternativa para suplir las necesidades materiales.

     Con la partida del sol comienzan a brotar otro tipo de personajes, como los individuos que le hacen a la droga (no quiere decir que de día no salgan, pero se hacen más evidentes), como los queridos músicos que más de una vez contratáramos para que nos cantaran en trío, o individualmente, algún bolero, con el marco de una ciudad que se debate entre casas viejas, anteriores a tanto terremoto, y las nuevas que todavía falta que los prueben, pero todas rayadas en la penumbra de esa hora por las siluetas de tanto cable que les han puesto enfrente, desordenadamente.

     Con la noche se vienen otros fenómenos, como las ofertas de litros de cerveza a dos por uno o las autopatrullas de la Policía Nacional Civil, PNC, confluyendo todas, a la misma hora, a la misma estación de servicio a echar gasolina.  Imaginamos que esto también ha de ser objeto de observación por parte de la delincuencia, la que tiene, con este fenómeno, también, su hora feliz para transportar droga, para llevar dinero o cambiar de lugar a un secuestrado; no digamos para cometer otros hechos de violencia contra el ciudadano común y corriente (pues el acoso al transporte público se suele dar en horas de la mañana).

     Contrasta en la obscuridad de la noche esa vendedora de prendas de vestir con pantalón de lana color salmón, blusa floreada y delantal con rayas, acarreando un bulto con su mercadería, vendedora que compite, acercándosenos a ofrecer, con vendedores de baratijas o achimeros, de películas y música pirateadas que pasan constantemente.  En como un cuadro goyesco de la informalidad.

     Son los barrios en los que igual se te acerca abiertamente a pedirte un trago un charamilero como ves que la gente todavía entra sus macetas a las casas en la noche, pues tienen la conciencia, perdida en otros lados, de sacar sus plantas a respirar.  Son los barrios de árboles viejos, centenarios, o de árboles nuevos porque antes no los tenía (que por cierto, tal medida ha sido criticada con el argumento de que antes no los había, como si todo tuviese  que permanecer igual y no haber opción para mejorar o, al menos, ser distinto).

     Son barrios en donde se pueden ver a los empleados municipales recogiendo basura que las personas inconscientes han tirado durante el día, a la calle, a las siete y media de la noche, o a las 4 de la mañana, hora en que comenzaban a limpiar cuando salíamos a hacer campaña y teníamos que estar a las 8 de la mañana en Las Verapaces.  O donde un marido, de traje, lleva abrazada a su mujer, borracha, en una mano, y su maletín en la otra, camino a su hogar conyugal, mientras también carga a su pequeña hija.

     Nuestra sociedad es compleja, pero en términos generales conformada por gentes de buenos sentimientos, trabajadora, que lo que desea es producir y que no la jodan.  Gente linda con quien se puede trabar una buena amistad y compartir algunos valores que tienen que ver con la patria, con el civismo, con el fortalecimiento de la ciudadanía, con la visión del futuro para nuestros hijos.

     Conocer y aprender de estas personas sobre la complejidad de nuestros procesos sociales y hasta de la descomposición de nuestra comunidad, ayudándonos a conocer un poco mejor a una de las Guatemalas (hay otra importante, la profunda de las comunidades rurales más pobres y apartadas que conocimos conviviendo muchas aventuras a fines de la década de 1980 y en gran parte de la de 1990), es una bendición para nuestra formación, para nuestro crecimiento espiritual y para la capacidad que tengamos de hacer, de toda esta información, algo positivo, ya sea comunicándolo, ya aconsejando sobre políticas públicas, ya liderando algún proceso de mayor importancia.

     Nuestra capital está catalogada como la octava ciudad más violenta del mundo (Aristegui, 2013), pero la violencia no está en la generalidad de personas que la habitamos sino en unos pocos energúmenos que, con el Derecho en la mano, podemos controlar. Si sólo libros o reportajes sobre estadísticas leyésemos, tendríamos que creer lo que todos dicen al respecto, pero nuestra experiencia de campo es otra y viene a balancear nuestro juicio.

     Es cuestión de tiempo que esto se entienda y que pongamos las cosas en su lugar.  ¡Toda esa gente trabajadora, de día y de noche, se lo merece! 
  

     

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