Hace catorce años Guatemala
estaba por firmar la paz, luego de una confrontación armada que duró,
aproximadamente, 36 años; es decir, este año se cumplió medio siglo de que
inició el conflicto armado interno de mi país, que tantas vidas cercenó, que
tantas iniciativas truncó, que en los dos bandos en contienda y en la población
indefensa dejó hondas huellas de dolor, de sufrimiento, de desesperanza.
Para un capitalino normal y
corriente, para alguien que nació o creció ya fuera del ambiente de
confrontación, es probable que la efemérides que este 29 de diciembre se
conmemorará no tiene mayor significado. Total, es probable que haya más
efervescencia, ahora que la delincuencia nos tiene arrinconados en las
ciudades, presos en nuestras propias viviendas, que durante gran parte de esa
confrontación que, en el interior de la república, tuvo enormes proporciones.
Pero eso no es así para mí,
que me he recorrido gran parte del país conociendo y acompañando a muchísimas
comunidades, o haciendo política o promoviendo algún proyecto de desarrollo, lo
cual, apuntalado por ese gusto por la lectura que heredé de mis padres y una de
mis abuelas, me hace comprender mejor que la mayoría de esos capitalinos las
dimensiones de lo que estamos hablando.
Todavía tiene que escribirse
mucho acerca de los orígenes de esa confrontación. Los miembros de la izquierda
militante han sido mucho más disciplinados y prolíficos al respecto. Sin
embargo, es muy posible que las razones primordiales del inicio de la guerra
interna, que al principio no lo fue pero en eso se convirtió, estén no sólo en
las terribles condiciones de vida del campesinado del interior, sino en las
pésimas relaciones entre clases, entre poseedores y propietarios y desposeídos,
a todo lo cual, encima, el gobierno militar de turno le puso la guinda al
pastel con los primeros actos descarados de corrupción.
No es ésta la oportunidad de
hacer un estudio a fondo del conflicto armado de Guatemala, sino de llamar la
atención que, año con año, viene conmemorándose la paz que se firmó; que en
principio, el gobierno que firmó esa paz (que algunos adversan todavía), fue
prácticamente el único que, de manera integral, se dedicó a fomentar el
desarrollo del interior del país, pero todos los demás parece que se han
olvidado que la firma protocolaria de la paz significó la previa discusión,
negociación y suscripción de acuerdos puntuales que, entiendo, están muy lejos
de cumplirse.
Olvidémonos por un momento de
lo que la letra muerta de esos acuerdos firmados dentro del Proceso de Paz de Guatemala dicen, pero
no nos olvidemos que las circunstancias que prevalecían en el país hace 50 años
y que dieron origen a la confrontación, hoy no son cosa del pasado, a excepción
de los índices de analfabetismo y, quizás, de morbilidad y mortalidad infantil.
Guatemala todavía es un país
en donde los desposeídos no tienen oportunidades de desarrollarse plenamente.
Los obstáculos son muchos.
Guatemala todavía es un país
en donde los menos afortunados viven no solamente mal, sino muy mal, con el
agravante que ahora las grandes masas tienen, además, la televisión abierta,
aunque sea comunal, en donde pueden comparar y darse cuenta de cómo viven los
que sí tienen, situación que era prácticamente imposible hace medio siglo.
La brecha entre ricos y
pobres, según organismos especializados, es cada vez mayor, y las relaciones
entre clases son, todavía, fuentes de racismo, de discriminación y, por mucho
que las leyes laborales avancen, objeto de explotación en mayor o menor grado en
algunos lugares.
No deseo que se mal
interprete como que así es todo, pues hay que reconocer que también hay
excelentes patronos. Lo que trato de
establecer es que, aquel flagelo que motivó a grandes contingentes de población
a levantarse y, en determinado momento, a tomar las armas, no ha desaparecido
del todo.
Por último, el tema de la
corrupción en las altas esferas de gobierno, en lugar de haberse erradicado,
hoy es una de las grandes cargas para la población, carga nefasta que no sólo
impide al Estado llegar a donde debe llegar, sino mina el principio de
autoridad y de respeto que los funcionarios deben tener y gozar para poder
desempeñarse debidamente.
Las transferencias de
recursos de los renglones de educación, salud y seguridad, primordialmente, han
sido sistemática y regularmente diezmados en favor de programas poco o nada
transparentes en donde lo que se hace es manipular el sistema político en lugar
de llegar, fraternalmente, a aliviar las condiciones de pobreza y extrema
pobreza en que las grandes mayorías nacen, viven y mueren en nuestro país,
aprovechándose de ellos para fines electoreros, lo cual, en sí, es deleznable y
asqueante.
Por eso, ahora que he visto
la página entera de un diario en donde se comienza a manipular el tema de la
paz, sólo pude pensar en escribir este ensayo y dejar constancia de lo mal que
lo hace el tacazonte que nos gobierna.
¡Por algo hablo de uno de los
bagres más grandes que hay en nuestro país!
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