Desde ayer en la tarde escuché la noticia, en la radio, de que capturaron a uno de seis notarios que integran una banda de usurpadores de bienes inmuebles que, encima, contrataban sicarios para eliminar a los verdaderos propietarios, con el afán, quizás, de que no hubiese nadie que se opusiera a sus ilegítimos "derechos inscritos" a base de falsificaciones y, así, lucrar con el patrimonio de sus víctimas.
Este es un típico caso en el que habría de aplicarse la pena de muerte, tomando en cuenta, especialmente, que el notario es un funcionario en quien el Estado confía para que, a través de la fe pública, le sirva a la comunidad en la cual se desenvuelve. La traición misma de esta confianza, en dos vías, hacia el Estado que se la confirió, y hacia la sociedad a quien debe servir, es asquerosa; pero que, encima, con ánimos de lucro, contraten matones para acabar con la vida de las víctimas a las que ya despojaron, sólo merece la pena más alta.
En el caso que comentamos la víctima era, además, abogada; una profesional del Derecho que se dedicaba a la judicatura, lo cual representa otra pérdida para la sociedad.
Tengo años de venir cuestionando la pobre capacidad del Estado de quitarles la fe pública a las personas que no actúan conforme a los más elementales principios éticos, y utilizan esta facultad con la finalidad de engañar y estafar a la ciudadanía incauta. Aquí el daño es enorme, pues además de crearse un ambiente propicio para delinquir una y otra vez, dañando persistentemente a la población inerme, el público, en lugar de confiar en los notarios y en el sistema jurídico, lo que tiende es a desconfiar cada vez más y más, al grado de que, por unos pocos delincuentes entre miles de profesionales, es el gremio entero el que sufre la consecuencia de sus faltas y deliberadas inmoralidades.
Es obvio que, aunque sea indirectamente, el Estado tiene alguna responsabilidad en la muerte de la juez despojada y asesinada por esta banda. Si el Estado hubiese reaccionado hace años recogiendo protocolos que siguen en manos indebidas, inhabilitando sellos, firmas y facultades, quizás no se habría organizado una banda para causar todos estos delitos.
Por otro lado, creo que las Universidades también tienen un grado importante de responsabilidad en todo este asunto, pues es a través de sus aulas que se vienen formando estas personas antijurídicas, quizás no para conseguir un título sino algo parecido a una patente de corso, y algo deberían estar haciendo, no sólo en el campo de la formación sino en el de la detección de estos malos elementos, que jamás deberían graduarse.
Si yo me dedicase a litigar en tribunales o fuese familiar de la jueza victimizada, ya estaría viendo cómo encaminar acciones judiciales en contra del Estado y de la Universidad de donde estos delincuentes de cuello blanco se graduaron, si no para fijarle precio a la vida del cliente o del ser querido, que muchas veces no tiene valor monetario, sí para sentar un necesario precedente para todos los que venimos atrás.
Mucho se puede hacer, como lo hicimos desde el Registro General de la Propiedad, en contra de este tipo de delincuencia, pues el Registro también es víctima de los engaños de este puñado de malos profesionales, pero mientras el Estado no esté dispuesto a actuar con firmeza y las Universidades dejen pasar a todo el mundo, sin verdaderamente conocer a sus estudiantes, nada mejorará en nuestro entorno, y dentro de poco tiempo estaremos escuchando más noticias de esta naturaleza.
Un buen comienzo sería, por ejemplo, aprobar el proyecto de Ley de Notariado que vendría a sustituir una antiquísima ley que todavía está vigente, proyecto que tiene por lo menos siete años de estar engavetado en algún lugar del Congreso de la República.
¡Éste es uno de los temas en donde hay que dar un manotazo en la mesa y decir: basta ya!
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