Vivimos en un país en donde la norma jurídica contempla, para ciertos delitos, la pena de muerte. Sin embargo, la anarquía que, en un proceso largo y tortuoso viene progresivamente arraigándose, desbordada en los últimos días, está poniendo a nuestra patria en una situación difícil en donde la ciudadanía, verdaderamente acosada por la delincuencia común y relativamente organizada, ha comenzado a defenderse y, ¡oh fenómeno!, a apoyarse súbitamente ante la adversidad, apedreando, apaleando, macheteando, baleando, atropellando y quemando, durante o inmediatamente después, a los seres antisociales que logran atrapar y que cada día parecen ser más.
Escuchar las noticias radiales, a las 6 de la tarde, en día de pago como el de ayer, es educativo para quien quiere tomarle un pulso a la situación de desesperación en que la gente honrada ha entrado.
Los mensajes de texto enviados a través de celulares a las emisoras de radio, en un día de esos, dan cuenta de la proliferación de asaltos y asesinatos que, al final de la tarde, se dan simultáneamente por toda la ciudad. ¡Es verdaderamente impresionante!
Luego, de esas macabras estadísticas, quién sabe cuántos delincuentes vienen, cada día, engrosándolas.
De ahí el título del presente ensayo. Resulta que muchos delitos, como lesiones, extorsiones, portación ilegal de armas, asaltos, robos, amenazas, todos son delitos que no contemplan la pena de muerte, pero de hecho, en las calles donde suceden estos hechos antijurídicos, la ciudadanía que todavía llamo honrada se ha comenzado a armar, a despertar o quién sabe qué ha sucedido; pero, ante la inutilidad de las fuerzas policiales para detener este embate del mal, ha decidido dar la batalla y, de facto, la está dando.
No es el tema principal de este ensayo, pero dejarlo por fuera podría dejarlo cojo. Me refiero a las mencionadas fuerzas policiales que tendemos a denigrar y en donde también hay gente buena que no recibe el apoyo ni moral, ni político, ni formativo, ni presupuestario; ni es dotado del equipo necesario para poder hacer una mediana labor, que ante estas circunstancias se da en el medio de la jungla.
Nos parece percibir un código de silencio entre la ciudadanía que le toca vivir un evento de los que aquí hemos mencionado, brindándole una protección tácita a los valientes ciudadanos que, en nombre de todos, se vienen enfrentando a los delincuentes.
No es casualidad que, cuando se presentan las autoridades a investigar lo sucedido, nadie vio quién fue, ni cómo iba vestido el vigilante, ni recuerdan el color del vehículo en que iba, ni anotó un número de placa.
En un percance en carretera, ayer, la ciudadanía honrada de un transporte colectivo se bajó del mismo, volcó el vehículo en que iban los asaltantes, lo incendiaron, vapulearon a los delincuentes cuando se bajaron del vehículo incendiado, les vaciaron los bolsillos para recuperar lo robado, los entregaron a la policía y siguieron su camino, con el inconveniente legal, ahora, que tendrán que dejarlos en libertad porque no hay parte acusadora ni una sola prueba del delito, pero la policía no parece saber ni quién les entregó a los delincuentes.
Este ensayo no pretende calificar lo que sucede sino dejar un registro histórico de que nos damos cuenta de esos códigos no escritos. Pretende, eso sí, hacer ver que es mejor, en todo caso, dotar de suficiente personal, bien entrenado, con equipo moderno, a las fuerzas policiales; tener un excelente equipo de investigadores en el Ministerio Público; que los tribunales (¡grandes responsables en este tema!), con las pruebas aportadas, procedan a condenar a quien merece ser condenado y que las penas, incluyendo la pena máxima, se cumplan. Todo eso es mejor, como país, que esa anarquía que produce eventos de sangre y muerte por todos lados y da la sensación que vivimos en la barbarie.
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