lunes, 7 de marzo de 2011

DE POR QUÉ HAY CUCARACHAS EN LOS TRAPOS DE LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA

La historia tiene muchas cosas qué enseñarnos; es fascinante, por un lado, leer sobre hazañas antiguas, sobre cómo la suma de muchos eventos separados por las distancias y por el tiempo, fueron dándonos lo que hoy conocemos como "civilización"; pero por el otro, triste ver que muchas veces nos negamos a aprender del pasado, repitiendo nuestros errores una y otra vez, sin necesidad, pudiendo vivir mejor pero somentiéndonos a nosotros mismos, y arrastrando a la sociedad que depende de nuestras decisiones, en abismos, crisis de gobernabilidad y hasta asco por la cosa pública.

Dos casos preciosos de comparar son, el primero, el advenimiento de la cultura griega, con el énfasis en sus conquistas, tanto de territorios como intelectuales. Fue ahí donde nacieron algunas instituciones de hoy, como la democracia, la república, el sufragio.

Sin embargo, el segundo caso, la consolidación de Roma como una potencia mundial, es interesantísimo, pues no sólo aprende de los griegos, a quienes muchas veces desvaloriza y hasta desprecia, sino los supera en muchos campos, proveyéndole a la civilización occidental, por primera vez, la implantación de un poder estable y fuerte, fundado no ya por las aventura intrépidas de algún héroe sujeto a perecer, como sucedió con el vasto imperio de Alejandro de Macedonia, quien con todo y ser "Magno", no tenía instituciones que hicieran pervivir sus grandes conquistas.

El milagro romano que se acrecienta con el paso de varios siglos se debe, principalmente, a las tradiciones de sus ciudadanos, quienes fundaron sus instituciones sobre la base de la grandeza de su colectividad, más que sobre la genialidad de algún general.

Inspirado, quizás, en los siglos de historia de estos dos pueblos admirables, y teniendo en mente, principalmente, la fortaleza de las instituciones que nos legaron, pienso, ya no en la Institución, en sí, sino en la debalce que existe alrededor de alguna de éllas, principalmente porque nuestros legisladores, pensando hacer un bien, ocasionaron otra serie de efectos nada edificantes para la vida en sociedad, para el brillo de una eficaz administración de justicia y para que, sin esta última, nos sintamos muchas veces agobiados por la delincuencia, por los altos niveles de violencia, por la impunidad que impera, por la falta de justicia, por los retardos y situaciones incomprensibles.

Además, la defensa del orden constitucional y del Estado de Derecho es obligación de todo ciudadano, y se enfatiza en la medida que mayor cultura general y democrática se tiene, pero lo anterior no obsta a que, siendo los primeros en defender la legalidad y la jerarquía de las normas dentro de nuestro ordenamiento jurídico, también lo seamos al criticarlo, porque muchas veces el legislador carece de sentido común, elemento esencial para que una norma jurídica permanezca vigente en el andamiaje legal del país, y viviente en el imaginario popular.

Esa crítica se hace especialmente seria (no que exista otro tipo de crítica en este campo) cuando se trata de elegir magistrados, tanto para la Corte Suprema de Justicia CJS, como para la Corte de Constitucionalidad, CC, esta última con apenas veinticinco años de vigencia y que, de un modo o de otro, ha venido a dejar en entredicho lo "supremo" de la CSJ, que hoy se ve como una instancia intermedia, toda vez que suele llegarse, en última instancia, a ver qué decide la CC.

Sin pretender en este ensayo efectuar un análisis profundo y doctrinario, mucho menos exhaustivo de lo que debieran ser las reformas a la Constitución, sí nos atrevemos a comentar el tema indicado en el párrafo anterior.

Por ejemplo, para que no recayese el nombramiento de magistrados en una sola persona, porque no se puede confiar en nadie, y según se desprende de los mecanismos que se les ocurrieron a los legisladores constituyentes, mucho menos en los políticos, se procedió a politizar universidades y colegios profesionales, con tan buena fe, quizás, que no lo vieron venir y pensaron que al involucrar a la academia y a los gremios, estos iban a actuar de manera distinta a como venían actuando los políticos, pero la experiencia de un cuarto de siglo demuestra que sucedió exactamente al revés: ahora las universidades y los colegios profesionales están tan politizados como los partidos políticos o el Congreso de la República, especialmente en la época que antecede y durante la selección de magistrados a las dos cortes indicadas y a las salas de apelaciones del Organismo Judicial.

No es restándole responsabilidad a los políticos, y delegándosela a otras instituciones, por pulcras que parezcan ser en ese momento, que llegamos a la situación ideal en que los rectores y los abogados activos tendrán alas de querubines al momento de elegir.

La realidad es que los niveles de corrupción que ha habido prácticamente ponen en bandeja de plata, a los grupos organizados para delinquir, el sistema de elección de los profesionales del Derecho que habrán de juzgarlos (o de absolverlos) después.

Tiene que ser muy lucrativo poner magistrados como para que se gasten la cantidad de dinero que, evidentemente, "invierten" en cursos pagados en el exterior, pasajes, hoteles, fiestas, convivios, centros de llamadas, campos pagados, "entrevistas espontáneas", etcétera.

Por eso tenemos mucho tiempo de sostener que la elección de magistrados, para cualquiera de las cortes, no debiera ser en grupo, sino puesto por puesto, para que haya suficiente tiempo y capacidad de atender a quién se está nombrando (así, con tilde, pues nos referimos a qué tipo de persona es, y no precisamente al hecho de quedar bien con ella, atendiéndola).

Los cargos deberían, a su vez, ser de carácter vitalicio, salvo que haya motivo suficiente como para abrir un proceso de destitución con sus mecanismos bien establecidos de antemano. ¿Es que no son ejemplares los comportamientos de este tipo de magistrados en otros países?

Es decir, debe haber una manera de cambiar la Constitución para establecer no sólo los pesos y contrapesos en el nombramiento original de toda una Corte, magistrado por magistrado, en carácter de vitalicio, que recaiga en los políticos pero con el acompañamiento de toda la ciudadanía mediante audiencias públicas, para que, una vez nombrada la persona, comience a trabajar independientemente, sin tener cada magistrado, en lo particular, que andar tratando de quedar bien con los grupos de presión en que se han convertido quienes los nombran.

Luego, cada vez que un magistrado renuncie porque no se siente ya en condiciones de continuar ejerciendo, o que fallezca, la autoridad política encargada de nombrar abriría de nuevo el proceso de nombramiento de una única plaza para que lo ocupe la persona que deba sustituir a quien la dejó vacante, lo cual acapararía la atención de toda la ciudadanía, caso por caso, como sucede en otros países en donde así se hace, lo cual evitaría, en gran medida, que se vayan colando, en calidad de nuestros máximos jueces, profesionales que hayan tenido algún registro de actividades reñidas con la moral o con la ética.

Es decir, media vez el enorme peso de la sociedad civil tiene enfocada su atención en las hojas de vida de los aspirantes, enfocándose en ellos uno por uno, el peso de moral de la autoridad nominadora o de cada uno de sus integrantes baja de valor relativamente, y se fortalece el de la ciudadanía que conforma la opinión pública del país y a quien, en última instancia, al ser nombrados, deberán llegar a servir.

No podemos seguir nuestra vida republicana con el tipo de tropiezos que nuestro actual texto constitucional contiene. Hasta la reforma que se hizo hace unos años, en lugar de despolitizar a la CSJ, terminó de arruinarla al establecer el mecanismo poco sensato, para una corte, de elegir presidente cada año. Es tan burda esa modificación que hasta se llega a pensar, a veces, que se hizo a propósito para enredar más las cosas y hacerlas más asquerosas ante los ojos de la ciudadanía, o más susceptibles a la manipulación.

La CSJ debe continuar siendo la Corte Suprema y no una instancia intermedia. La CC, por su lado, debe tener una jurisdicción especializada y eminentemente constitucional que le permita actuar y desenvolverse en ese campo sin interferir con la administración general de la Justicia en el Organismo Judicial, OJ, y en la CSJ.

Es el sistema el que debiera designar al Presidente y no el acto de voluntad de las personas que conforman la CSJ, ya sea recayendo dicho cargo en la persona de mayor edad, ya en el colegiado activo más antiguo, da igual; la cuestión es que nuestros magistrados no debieran verse envueltos en dimes y diretes ni luchas que muchas veces se interpretan como de poder, pero que alguien avezado puede tener lecturas diferentes, pues también ha habido grupos de gente de bien cuyo único pecado ha sido tratar de que la CSJ no caiga en manos de las mafias.  Esas críticas a las personas de los magistrados supremos, son ingratas; se las merecen los malos o ingenuos legisladores que los metieron en un enredo cada año.

Otro error constitucional que hay que cambiar es que el Presidente de la CSJ, que lo es también del OJ, es quien maneja su inmenso presupuesto y dispone de nombramientos, permutas, traslados y toda esa parafernalia de actos que les dan algo de poder administrativo, cuando los magistrados deben estar, digamos, con la cabeza metida en los fallos que competen a la administración de la Justicia, que es un valor supremo que no debe mezclarse con negociaciones con sindicatos, autorizaciones de viajes, compras y todas esas cosas que tienden a corromper.

El manejo transparente de los recursos del OJ, a través de un Gerente nombrado independientemente de los magistrados, con sistemas integrados de administración financiera que permitan la vigilancia ciudadana de lo que con tales recursos de hace, deviene indispensable y es complementario de las ideas anteriores.

Con estos cambios constitucionales estaríamos devolviéndole su preponderancia original a las universidades en los temas académicos, y a los colegios profesionales en los ámbitos de su propia competencia; y tendríamos un Congreso de la República responsable por el nombramiento de un buen o un mal magistrado, electo mediante selección individual, contrario a lo que hoy sucede, con universidades y colegios profesionales politizados y un Congreso y un Presidente de la República totalmente irresponsables en público, pero muchas veces manipuladores del sistema, pues como todo se hace simultáneamente y son varios los actores, si algo sale mal es "el sistema" o, lo que es peor, porque las cosas son así y no pueden no ser así, lo cual no es exactamente cierto.

Un sistema constitucional en donde los roles de cada quien estén bien determinados se hace totalmente indispensable y hasta urgente.

Ojalá tengamos la oportunidad, los ciudadanos guatemaltecos, de hacer los cambios necesarios en nuestra Constitución, y los que en este ensayo trato son sólo una muestra, con la pretensiosa idea de que, quizás, algún día los antropólogos sociales, dentro de unos dos o tres mil años, volteen a ver nuestras instituciones políticas y jurídicas como símbolo de la sensatez de la ciudadanía y de los líderes políticos de nuestra época, tal como nosotros volteamos a ver la Grecia Clásica y la Roma Republicana y, luego, Imperial.

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