miércoles, 21 de abril de 2010

JUSTOS NO TIENEN QUE PAGAR POR PECADORES

El mundo que conocí de niño no es el mismo de hoy. No había mayor problema ambiental como no fueran los malos olores del relleno sanitario; la ecología prácticamente no se conocía como una carrera.

Montar en bicicleta por las tardes, después de regresar del colegio, en cualquiera de las calles aledañas, era totalmente normal, así como caminar varias decenas de cuadras para ir a ver a una novia.

Recuerdo que, durante mis primeros años infantiles, era asidua la compañía de los padres franciscanos. Resulta que mi abuelo regaló el terreno para construir la iglesia cercana, que más tarde se convirtiera en parroquia, y enviaron los franciscanos a un cura constructor para hacerse cargo de la obra.

Ya no recuerdo cuando el padre Patricio Busnardo vivió, efectivamente, en casa de mis padres, pero sí recuerdo que, después de habrer construido la casa donde vivirían, a la par de la iglesia, llegaba a cenar por lo menos una vez por semana a nuestro hogar, cena que finalizaba con una tertulia e, invariablemente, con una taza de leche caliente en donde este cariñoso visitante echaba una cucharada encopetada de mantequilla de manía para que se derritiera.

Con el tiempo el padre Patricio continuó su camino constructor, siguiéndole yo la pista, primero en Quetzaltenango, a donde fue a reconstruir, me parece, la mismísima catedral de esa ciudad altense; luego, construyendo el gran templo circular que hoy está en La Reformita, a un costado del Anillo Periférico.

Fue tanto en la primera iglesia como en la anterior a la grande que se construyera en La Reformita que conocí, también, al padre Papinutti, quien en la iglesia a la cual asistíamos dirigía el coro navideño y en la segunda, la última vez que lo ví, tocaba un pequeño órgano de no más de unos 80 centímetros de ancho, al que hacía funcionar bombeando aire con unos pedales. Increíble pensar que cuando lo quise saludar, en El Vaticano, no lo pude hacer, debido a sus múltiples compromisos y a lo inesperado de mi visita: fue durante más de 15 años el organista oficial de la Capilla Sixtina.

Posteriormente llegó Luis Gurriarán, siempre franciscano, sólo que de origen español (vasco, me imagino), quien almorzaba unas dos veces a la semana en casa de mi abuela, a quien llegaba a visitar en su motoneta desde la iglesia de Ciudad Real, al final de la Avenida Petapa, donde era el cura párroco. El fue contemporáneo de Natalio Durigon, nuestro párroco por poco más de dos décadas, que se sonrojaba enormemente al contar el chiste del cura que le daba la comunión a la Sofía Loren y, en lugar de decir "El Cuerpo de Cristo" decía "Cristo, ¡qué cuerpo!".

Fue con el padre Natalio que arreglé, posteriormente, la donación que esa abuela que almorzaba con el padre Luis, hizo de un terreno en donde los curas franciscanos construyeron su hogar de retiro.

Hoy, según entiendo, son misioneros americanos los que se trasladan al viejo continente, revirtiendo ese flujo de bondad, de trabajo y de valores que yo concocí de niño y de joven y del cual, sin duda alguna, me beneficié de alguna manera.

Es por el recuerdo de estas gentes lindas que dejaron todo, familia, bienes, ¡todo! por venir a servir a las misiones a América, sin realmente saber con quién o qué se iban a encontrar, que escribo estas líneas.

La prensa, los medios tienen rato de venir cargados de artículos acerca de curas pedófilos y hasta pederastas, y no es justo que mi voz o mi pluma no ayuden a establecer una clara distinción entre muchos curas buenos que, siendo extranjeros, vinieron a servir a mi país y a mis conciudadanos, y unos pocos que desviaron el camino.

Para todos esos curas, guatemaltecos y extranjeros, que con el apoyo de sus congregaciones y de las congregaciones de monjas han optado por los más necesitados y valorizan los votos que han hecho, mi sincero reconocimiento y mi personal agradecimiento.

Es de sentido común que justos no tengan que pagar por pecadores.

2 comentarios:

  1. Me dio gusto leer su comentario. Recordando a nuestros queridos sacerdotes franciscanos, que dejaron sembrada la semilla tan fuerte en nuestras vidas. Gracias. su vecina de Santa Elisa. Ileana Campo

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  2. Saludos Ileana. Este comentario me ha servido para volver a leer el ensayo anterior y recordar, de nuevo, esos días felices.

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