miércoles, 13 de enero de 2010

EL PROCESO DE DUELO Y LA VIOLENCIA.

Hoy hace tres años que, repentinamente, falleció uno de mis hermanos, aquél con quien, por razones de la administración de una empresa familiar, me comunicaba todos los días y, a veces, más de una vez por día. Apenas doce días después, era mi padre el que partía de este mundo.

Casi un cuarto de siglo había pasado sin muertes en la familia, y la primera de ellas nos tomó a todos por sorpresa. La del viejito la veíamos venir, pues tuvo una gravedad unos seis meses antes de desprenderse de ese cuerpo que ya no le quería funcionar.

Así entramos todos, en la familia, en una etapa de duelo que nos ha permitido, en primer lugar, entender que todos los duelos son distintos, sea por el difunto que se extraña, sea por el deudo que lo llora; en segundo lugar, nos ha permitido reflexionar sobre nuestras particulares circunstancias, precisamente porque, aunque uno vea la muerte en los medios de comunicación, es hasta que le toca la partida de un ser cercano a uno que comienzan este tipo de reflexiones; luego, también nos ha permitido madurar y crecer; son estos golpes que da la vida las que, por dolorosas que sean, van forjando carácter, el espíritu y la capacidad de comprender.

Es este cuarto lugar, el entender, del cual deseo expresarme hoy. No se trata solamente entender-se, o entender-lo. Es esa capacidad de ponerse en la situación de todas las demás personas que, hoy, sufren por la partida de un ser querido.

Es por contar con esa experiencia que puedo decir que los duelos son diferentes. El mío fue una combinación de dos duelos distintos que involucraban, a la vez, sentimientos de culpa, de frustración, dado que sentía más dura la partida de mi hermano en lugar de la de mi papá. Me sentía culpable de sentirlo así porque quería que me doliera más la partida de mi progenitor, y me sentía frustrado por no poder cambiar las cosas, hasta que el tiempo, que todo lo cura y todo lo sana, me dio la oportunidad de entender que una muerte esperada y natural duele menos, mientras que una inesperada y natural duele más que la primera, así como una muerte inesperada y no natural ha de ser la más terrible de sobrellevar.

Toda esa mezcla de experiencias que hoy les comparto me han hecho sentir en carne propia, aproximadamente estos dos o tres años pasados, las notas de prensa de seres humanos abatidos por las balas, haciéndome pensar automática e irremisiblemente en todos esos familiares, amigos íntimos, dependientes, que sufren día a día con el advenimiento de noticias tan funestas como sorpresivas.

Sufrir a la par de compatriotas que pasan por circunstancias peores a las que nuestra familia tuvo que enfrentar, porque Dios es tan grande que en el fallecimiento de ambos seres queridos quien actuó fue la Naturaleza, es algo que me ha hecho crecer espiritualmente. Hoy no soy capaz de leer o de ver una noticia de estas sin que un pedazo de mí acompañe, solidariamente, a esas familias que comienzan un duelo, sin que la más profunda conmiseración de la que soy capaz, atraviese el éter para envolverlos, de alguna manera, con el efluvio de mis pensamientos y mis deseos por que sus heridas sanen.

Esta triste experiencia me ha dado la capacidad para entender que Guatemala está de luto. Mi país está en un duelo permanente que es necesario detener para que la población tenga un respiro, y al llenar sus pulmones con aire nuevo y fresco, levante la cabeza y mire su porvenir con mayor optimismo.

Si a las muertes naturales le agregamos las originadas en la violencia de todos los días; si multiplicamos el número de personas que, de una u otra manera, parten de este mundo, por un número X de deudos; y si, finalmente, tomamos en cuenta que un proceso de duelo no termina de la noche a la mañana, caeremos en cuenta que somos miles de guatemaltecos quienes llevamos heridas profundas en el alma que, seguramente, influyen en el desempeño en el trabajo, en el humor para con las personas con quienes convive, en el sentido del humor en general y, efectivamente, en la manera como se prevé que sucedan las cosas a futuro.

Por eso, es necesario un cambio en este país. La matazón debe terminar. La inversión en investigación, en capacitación de personas, en la administración de justicia en general, debe cambiar. La manera como manejamos nuestro sistema penitenciario también debe cambiar. Todo debe cambiar para poder ganarle el pulso a la guadaña de la muerte violenta en nuestro país. Hay que revisar las razones por las cuales Guatemala es un país que contempla la pena de muerte, hay decenas de condenados a muerte y las penas no se aplican.

Se trata de ganarle la batalla a los sicarios, de aplicar la ley y de hacerle los cambios que la ley necesita para que ésta sea funcional. Si continuamos teniendo leyes infuncionales, es decir, que no tienden a cumplir con su cometido, Guatemala estará condenada a vivir en duelo indefinidamente.

El proceso de duelo es un proceso largo y doloroso. No hay medicina para salir de él. No hay varitas mágicas que nos lo puedan quitar. Se descansa del mismo al dormir, a veces, pero al despertar, cuando se sufre, siempre será la primera idea de nuestro amanecer.

Comprendiendo todo esto me pongo en las circunstancias de todos esos niños que han quedado huérfanos por la violencia; de esas madres, padres, abuelas y abuelos que han perdido hijos y nietos por una bala, por un cuchillo, por un machete; me pongo en el caso de hermanos, cuñados, tíos y sobrinos que, con rabia y frustración, tienen sus pensamientos en la Ley del Talión, tratando de encontrar a los responsables inútilmente, la mayoría de la veces, lo que ocasiona, estoy seguro, una vida amarga, difícil de llevar.

Ya no debe haber funcionarios que no entiendan todo este proceso social y netamente humano, que se atrevan a jugar con el presupuesto, con las normas legales, con los procedimientos, prestándose, a veces, a muchas cosas discutibles y objetables que tienen que ver con el freno a esta ola de violencia.

Es por eso que hoy he decidido compartir con mis lectores estas experiencias personales que atañen a mis pensamientos más profundos, y ligarlos a la manera como tales experiencias, en mi labor como político, me cambiaron e hicieron madurar a la fuerza, porque toda esa niñez y juventud que hoy nace y crece, especialmente, tienen derecho a un futuro mejor que nuestro presente, y para eso hay que comenzar a actuar hoy.

Como dije, no hay varitas mágicas. Ni para quitar el dolor del alma ni para cambiar las cosas de la noche a la mañana. Ambos, el duelo y el cambio, son procesos largos.

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