jueves, 14 de enero de 2010

TERREMOTO EN HAITÍ ME TRAE RECUERDOS DE 1976

Tengo que iniciar por manifestar que abrigo un sentimiento de solidaridad para con el pueblo haitiano y dominicano en estos momentos de sufrimiento en que la tragedia acarreada por la naturaleza se está manifestando en todo su drama, similar al que viviéramos los guatemaltecos hace casi 34 años, cuando en menos de un minuto, aquel 4 de febrero, murieron alrededor de 29,000 compatriotas.

Se celebraba en la ciudad de Guatemala el Campeonato Norte Centroamericano y del Caribe de Basketball, el Norceca, y habíamos salido a "parrandear" con las basketbolistas de la selección femenina de Costa Rica. Acababa de llegar a casa, a eso de las 3 y cuarto de la mañana, y me acababa de dormir, cuando la tierra manifestó lo que sucede cuando libera la energía contenida por mucho tiempo: si había activado la Falla del Motagua.

Fueron 33 segundos que se sintieron como horas porque no paraba de moverse todo y de rugir las entrañas del planeta. Los sensores del sistema de transmisión de energía eléctrica se dispararon automáticamente para evitar incendios por corto circuitos, de tal manera que tuvimos que buscar las llaves de la casa para quitar llave y poder salir, en medio de la obscuridad y del terror. Chocábamos unos contra otros en el afán de salir, el terremoto originario había parado pero escuchábamos, frecuentemente, que a lo lejos se oía venir otro, e indefensos como estábamos nos preparábamos para recibirlo, temiendo que fuese más fuerte que el anterior.

Luego de salir sin caer todavía en cuenta que se trataba de un terremoto, ya que vivimos en un país habituado a los temblores que, de ahí no pasan, salimos a recorrer las calles adyacentes, donde nos encontramos varias paredes derrumbadas, otras caídas, y a todos los vecinos en la calle.

Es curioso cómo nuestro idioma hace distinción entre un temblor de tierra donde no hay daños, y un terremoto, el cual involucra destrucción y, en áreas pobladas, desolación, heridos, muertes.

Uno de mis hermanos, el veterinario, era regente de una empresa de distribución de productos para el agro, y dándonos cuenta casi de inmediato que se trataba de una tragedia nacional, desde alrededor de las siete de la mañana de ese día fuimos a traer de los tambos de aluminio con tapadera de rosca que sirven para captar y transportar leche en las ganaderías para poder captar y transportar agua.

Temprano, también, como a las ocho y media, estábamos en la Universidad de San Carlos, USAC, donde estudiaba en aquella época, conformando las Brigadas de Rescate de la USAC, comenzando a organizarnos y a tomar decisiones. Para ese momento los pequeños radios de transistores ya informaban, efectivamente, de la tragedia nacional. En la USAC nos comprometimos, mi hermano veterinario y yo, a ir a atender el área de San Pedro Sacatepéquez, en el camino que conduce a San Juan Sacatepéquez y que le da el nombre a la Calzada San Juan (que antes debió ser carretera a San Juan).

Nos fuimos en el pequeño pick up Datsun 1200 de mi hermano acarreando los tambos para leche, ollas y una mochila cada uno con ropa y hasta guantes, porque igual que ahora, én las noches la temperatura bajaba tremendamente. Creo recordar que conseguimos unos sacos de leche en polvo y unos paquetes de Incaparina para llevar.

Cuando llegamos a San Pedro Sacatepéquez al filo del medio día, ninguna autoridad se había hecho presente, es más, ninguna autoridad local se había siquiera aparecido. El panorama era desolador. Todo el pueblo estaba derrumbado. Yo logré contar tres paredes en pie y ninguna era de la misma casa; es más, creo recordar que ninguna de esas paredes que permanecieron en pie pertenecían a la misma cuadra. Todo el pueblo estaba como a un metro de altura pero en escombros. La gente deambulaba por las calles como hipnotizados, como zombis, totalmente atontados por la impresión de sus seres queridos muertos, por sus casas derrumbadas, por el terror de esa tierra que no paraba de moverse y de rugir roncamente.

Nos instalamos, solitos los dos, en el parque central. Mi hermano era miembro, en esa época, de la Federación Nacional de Andinismo, de tal manera que tenía práctica para armar tiendas de campaña, así que procedimos a armar nuestra tienda en uno de los arriates, dispuestos a acampar ahí para poder ayudar.

No sabíamos por dónde comenzar, si acarreando heridos, si ayudando a desenterrar cadáveres de los escombros o a enterrarlos en fosas comunes o qué. Decidimos que la gente se estaba ayudando sola en esos temas y que lo que se necesitaba era crear una línea de suministros de agua potable y comida para sustentarlos, ya que todo había quedado bajo tierra y no había suministro de agua, ni siquiera turbia.

Así, con el agua que llevábamos en los tanques comenzamos por hacer, en un medio tonel que conseguimos, la primera ollada de atol de Incaparina. En otro tonel completo que esaba limpio hicimos prácticamente 54 galones de leche, y comenzamos a darle algo a la población, que seguramente desde la noche anterior no probaba líquido, mucho menos sólidos. No teníamos vasos, pocillos o utensilo alguno para darle a la gente, pero entre los escombros fueron rescatándolos y se comenzó a formar una gran fila de gente, de niños, pidiendo de tomar y de comer.

Hubo desorden en un principio porque eran cientos de personas y nosotros sólo dos, pero afortunadamente comenzaron a llegar algunos compañeros de las brigadas de la USAC, quienes de inmediato se integraron a las labores de apoyo, y la población del lugar supo entender que, si se ordenaban, podíamos hacer mejor nuestro trabajo en su propio beneficio, así que todo comenzó a fluir.

Para entonces ya escuchábamos en la radio que los primeros aviones con apoyo internacional, procedentes, según recuerdo, de Estados Unidos, habían llegado con víveres, con medicamentos, con maquinaria, con personal entrenado en rescates, con perros también entrenados, etc. Luego llegaron aviones procedentes de muchísimos países en una solidaridad internacional que no conocíamos.

La cantidad de gente que necesitaba ser atendida sobrepasaba las escasas provisiones que llevábamos, pero la Providencia nos fue salvando. No recuerdo bien por el paso de tantos años y el hecho que nunca, hasta hoy, me senté a pergeñar lo que hoy hago, poner esos recuerdos por escrito. Han de haber sido los compañeros de las brigadas de la USAC quienes llevaron unos sacos con harina de soya, que cuando se terminaron también, algo más llegó y siempre tuvimos algo que cocinarles o que prepararles para tomar y comer.

Cuando sentimos, fue un batallón venezolano a quien se le asignó, me imagino que por el gobierno, el área donde estábamos, y con los materiales que llevaban en camiones del ejército pudimos abastecer a la gente en sus más ingentes penurias alimenticias.

Hubo sucesos curiosos, como la pesadumbre del párroco de la iglesia, quien ha de haber sido un hombre mayor, que ante la realidad que para el significaba ver el templo totalmente caído y muertos el sacristán y la criada, entró en shock por la pesadumbre y se negaba a salir de él, con el riesgo de que lo poco que quedaba en pie le cayera encima también.

Otro hecho significativo fue la casi linchada del alcalde, ya que el pueblo necesitaba alimentos urgentemente, y cuando entraron unos tractores a quitar escombros del derruido mercado municipal, bajo los escombros encontraron un cargamento de víveres destinado a los damnificados, escondido para que nadie lo hallara, y dicho acaparamiento, o robo, si se quiere, en contra de las necesidades de los vecinos, fue atribuida a dicho funcionario edil, pero al final no pasó a más, simplemente se procedió a distribuir las latas de sardinas, los paquetes de galletas, las bolsas de leche y demás cosas que ahí se encontraron.

Sociológicamente hablando, los líderes de una comunidad, por lo menos en esos tiempos, eran el párroco y el alcalde, pero como ninguno de los dos estaba en condiciones de liderar absolutamente nada, uno por la depresión en que se encontraba, otro por el desprestigio frente a la población, quien sacó la casta y procedió a arengar a la gente en el parque, ante la desesperación de todos nosotros que veíamos cómo no reaccionaban ante la necesidad de hacer cosas entre todos, fue el jefe del destacamento. El fenómeno fue interesante de observar. Aquel pueblo de pronto sintió ganas de organizarse, las personas comenzaron a reaccionar y, como hormigas recién despiertas, procedieron a manifestar un cambio de actitud y a trabajr el pro de la limpieza de escombros y la reconstrucción.

Las réplicas proseguían, y ante el temor de la población de terminar de perder sus enseres por actividad de los ladrones, también nos organizamos para patrullar de noche, situación que se dio en todo el país, en el cual había ley marcial, dándose órdenes de fusilar, en el acto, a cualquier persona que fuera sorprendida en actos de pillaje, como efectivamente pude ver que sí sucedió, en una película que fui a ver alguna vez sobre cosas que se dan en el mundo en la vida real, en donde salieron escenas de Policías Militares Ambulantes ametrallando ladrones frente a pilas de escombros, después de haber sido capturados con cosas robadas a otras personas.

El terremoto fue un miércoles en la madrugada. Para el viernes en la mañana nos habíamos quedado sin agua, y como la esposa de mi hermano daba clases en el Colegio Monte María, nos consiguió permiso para ir a traer agua de la piscina para poder seguir proveyendo de beber a los vecinos que nos tocó atender. Eché viaje de San Pedro Sacatepéquez hacia dicho colegio con los tambos de aluminio vacíos, yo solo, y procedí a llenarlos para poder llegar con más agua para cocinar para tanta gente.

Era el filo del medio día cuando me encontraba en esas labores cuando llegó la réplica más fuerte que hubo del terremoto, que terminó de tirar al suelo varias edificaciones que ya estaban dañadas, matando también a varias personas, dado lo cual la población, que en Guatemala demuestra que ante la mayor tragedia no pierde su sentido del humor, comenzó a denominarle "terremato". Para mí fue impresionante porque fue al filo del medio día, como a las 12:30, y a la par de la piscina, donde me encontraba, había (no sé si todavía), un edificio de ladrillo expuesto y concreto de unos 4 pisos de altura, el cual se movía de un lado al otro como que fuera de hule, no de un material que tendemos a asumir que es pétreo.

Así, entre rondas por la noche y madrugadas frías prendiendo el fuego para poder tenerle a las personas algo caliente para desayunar bien temprano, pasamos los días. Fuimos algunos días, también, a apoyar a los compañeros que estaban trabajando en San Juan, porque teníamos noticias que tenían problemas para organizar los suministros y nosotros ya estábamos en una situación en la cual controlábamos lo que había que hacerse. Ahí me involucré, además, en una campaña masiva de vacunación y me tocó internarme, además, a la finca El Pilar, apoyando a la gente.

Teníamos tan bien organizado el centro urbano de San Pedro que, ahora, salíamos a apoyar a las comunidades de Sajcavillá, de Buena Vista (o Vista Hermosa), de El Aguacate y algunas más cuyos nombres ya no recuerdo y que años después, corriendo los 18 kilómetros de San Juan Sacatepéquez, volví a aravesar.

Mientras tanto, otro hermano, médico, había estado desde la misma madrugada del terremoto antendiendo emergencias en el Hospital Roossevelt. A través de él nos enteramos del caso patético de una enfermera que, por el pánico a las réplicas, se tiró por una ventana de un segundo o tercer piso cuando se dio una de éllas. No recuerdo si sólo se quebró o si murió.

Otro de mis hermanos, que estaba sacando una maestría en Estados Unidos, consiguió que le donaran a Guatemala un hospital de campaña y organizó viaje de regreso junto con todo el equipo, así que también le ayudé con el traslado de parte del material del aeropuerto a la casa, que se convirtió, además, en nuestro centro de apoyo para llevarlo a donde se necesitaba.

A través de un empleado que trabajaba con mi papá nos enteramos que San Martín Jilotepeque había sido devastado casi totalmente, así que decidimos llevar el hospital de campaña para allá. Recuerdo que al llegar a Chimaltenango había que esperar que ciudadanos nos dieran vía, ya que la autopista hacia el occidente del país en esa recta, era utilizada por las avionetas para aterrizar dejando suministros y acarreando heridos de regreso.

Vale la pena hacer un paréntesis para hacer ver que toda persona que tuviera un avión, una avioneta, estaba colaborando en toda esta catástrofe a través del Aero Club, del cual era miembro uno de mis tíos maternos que participó en todo esto.

Comenzamos a inernarnos en la carretera que de Chimaltenango corre hacia San Martín Jilotepeque y era impresionante ver cómo los cerros, generalmente cubiertos de verde y poblados de pinos, se habían venido abajo, dejando descubiertas enormes heridas blancas, ya que sus entrañas como que son de arena blanca en esos lugares. El avance era difícil por tanto derrumbe sobre las pequeña carretera de terracería, hasta que tuvimos que detener la marcha porque uno de ellos había infartado totalmente el paso, de modo que ahí encontramos los demás vehículos sin poder pasar y la gente tomando sus cosas y prosiguiendo a pie.

Decidimos con mi hermano echarnos uno de los paquetes en la espalda, cada uno, y seguir a pie hasta la población, y así lo hicimos, con un bulto de unas 60 a 65 libras en nuestras respectivas espaldas en una caminata con, pendientes y bajadas, de unos 5 kilómetros, pero afortunadamente ambos hacíamos deporte y estábamos en perfectas condiciones físicas para emprender la marcha; él había participado haciendo decatlón en las olimpiadas de Munich, en 1972, y yo entrenaba, en esa época, de 4 a 6 horas diarias de artes marciales.

Nuestra entrada en esta población fue muy triste. Lo único que estaba en pie era el nuevo mercado municipal, que por ser de reciente construcción había aguantado el remezón y estaba prácticamente intacto. Nos fuimos encaminando, preguntando, hasta el estadio, en donde estaban las brigadas de auxilio y se centralizaba y acopiaban materiales y personas. En la cancha de futbol bajaban los helicópteros cargados de medicinas y de víveres y se elevaban evacuando a los heridos. A ese estadio, que recuerdo tenía adjunta una galera o una especie de gimnasio, donde pernoctamos porque era la única área techada, junto a un centenar de personas, seguían llegando hombres fuertes con una silla de pino amarrada a la espalda y un familiar con la pelvis o la espalda quebrada, sentado en dicha silla y amarrado a élla para que no se cayera por si perdía el conocimiento o por los necesarios movimientos que su cargador tenía que hacer al llevarlo.

Venían, de esa manera, muchas personas, bajando de las montañas, después de caminar varias leguas sin tomar ni comer nada, en una total entrega hacia su ser querido en el afán de buscarle ayuda. Era tremendo presenciar aquello pero era la realidad que nuestro país estaba viviendo en ese momento y no había otra manera de ayudar a sobrellevar las penas de nuestros connacionales que con esos pequeños y sencillos actos de todos, que sumaron mucho y lograron, finalmente, salvar muchas vidas y normalizar esa crítica situación en que no funcionaba nada, ni la luz, ni el agua, ni los mercados, ni las carreteras, ni la economía ni casi nada.

Esa noche nos encontramos en San Martín a un primo por parte paterna que, uno o dos días después, ayudando a quemar cadáveres en una fosa común, tuvo un accidente y, con la gasolina que estaba rociando sobre los mismos, se prendió fuego a sí mismo, pero el incidente no pasó a más.

Al día siguiente logré tomar un helicóptero para sacarme de ahí. Era una nave estadounidense que me llevó a Los Aposentos, en Chimaltenango, en donde este país tenía montada prácticamente una base hospital y había muchísima actividad. Ahí almorcé en el comedor comunal, junto al bondadoso personal "gringo" que había venido a ayudarnos y que lo estaba haciendo realmente de buena gana, al igual que los venezolanos que conocí en San Pedro.

Al final de la tarde logré tomar un helicóptero que venía de Los Aposentos a la capital y luego, en el aeropuerto, sin el apoyo de celulares ni cosa que se pareciera, tuve que conseguir quién me diera aventón, de tal manera que, en la noche, estaba llegando otra vez a casa, después de 19 días de haber salido en una jornada inolvidable que espero no tener que repetir por tanto sufrimiento que vi.

La Guatemala pre terremoto era diferente, con sus poblados de techos de teja, que tanta mortandad causaron en esa oportunidad y que, con el tiempo, fueron sustituidos por los de lámina.

El país ya vivía el conflicto armado interno y el gobierno estaba encabezado por un general, Kjell Eugenio Laugerud, a quien se le reconoce un buen papel y un liderazgo positivo en la atención de esta emergencia, dando claras señales de que el país estaba herido pero que había de emprenderse su reconstrucción.

Es curioso, pero hablando de reconstrucción, después de ver tantas casas y edificios derruidos en el centro de la capital, especialmente, y cómo en poco tiempo ya no había lotes vacíos, en mi mente quedó grabado ese proceso como lo que es natural. Fue algunos años después, cuando fui a la toma de posesión, en Managua, de doña Violeta Barrios de Chamorro, que pasamos por una parte baldía de la ciudad que anteriormente estaba poblada y que, luego de su destrucción por un terremoto, en diciembre de 1972, nunca fue reconstruida, que comencé a entender que la reconstrucción de Guatemala se completó mucho mejor que lo que se hace en otros lados.

Lo anterior puede ser que tenga que ver con la falta de espacio, el cual sobra en el valle donde se encuentra Managua, pero en el fondo siento que también tiene que ver con la gente, con la importancia que las personas le dan a no quedarse en el suelo.

Por lo menos, en medio de la enorme tragedia que vivió el país, tuve la oportunidad de ver florecer muchas virtudes que tenemos los guatemaltecos, para quienes la solidaridad no es una imposición ni un programa de gobierno, sino, como digo, una virtud, una carácterística positiva de nuestra estirpe. Pude tener contacto, además, con pobladores indígenas en medio de su más ingente dolor, quienes manifestaron una fortaleza de ánimo, un estoicismo, una laboriosidad y dedicación que, aún hoy, después de tantos años, sigo admirando.

Cada quién necesitaba atender sus propias necesidades y las de su familia más cercana, pero nunca vi que alguien se negara a compartir, de buena fe, algo de lo cual dispusiera en ese momento y que pudiese aliviar la carga del prójimo de alguna manera. Por su parte, la población que pasó por esta tragedia nacional sin eventualidades personales o familiares, más allá del susto que todos llevamos, en su mayoría no se quedó de brazos cruzados sino se empeñó en ver cómo ayudaba a los demás a aliviar sus penas, a reconstruir, a salvar sus pertenencias, a cuidar niños, a llevar abrigo, alimentos o encargarse de coordinar. Casi todo el mundo encontró qué hacer para ayudar sin que autoridad alguna lo obligase.

Hoy es Haití quien sufre escenas dantescas. Con los problemas y pobrezas que este país ya tenía, bien se podría aplicar aquel refrán popular que mi papá a veces decía: al perro flaco se le pegan las pulgas.

Ojalá nuestras actuales autoridades logren organizar algún tipo de ayuda para los haitianos y que la población guatemalteca esté consciente del "hoy por ti, mañana por mí".

Por lo pronto, sabiendo del enorme poder de las réplicas, sólo espero que esos restos de energía que continúan eliminándose después de almacenarse durante siglos por efecto del movimiento de subducción, no sean tan mortíferas como podrían ser.

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